FRAGMENTOS.
(pag 42) ¿Eres un desvario nuestro, que necesitamos de los divino para hacer frente a nuestra impotencia, o somos acaso nosotros un desavario tuyo, un remedio contra el tedio de la eternidad?
(pag 44) Lass sensaciones son los pensamientos de los hombres; los pensamientos son las sensaciones de los dioses: ¿es esta la verdad?
RESEÑA [from Revista Tarantula]
Leer a
Rafael Argullol es siempre un placer. Sin duda, este profesor barcelonés se ha convertido —tras una larga trayectoria como escritor (en la que ha desplegado con éxito y maestría los géneros narrativo, poético y ensayístico)— en todo un
clásico contemporáneo. Después de la muy reciente publicación de
Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la belleza, Argullol acomete en su último libro la difícil tarea de abordar los postreros momentos de la vida de uno de los personajes más estudiados y tratados por historiadores, teólogos, literatos, artistas y pensadores:
Cristo.
El título causa ya curiosidad, si no inquietud:
Pasión del dios que quiso ser hombre. En un mundo tecnificado, presidido por los intereses del mercado y dominado por las garras del capitalismo, pareciera mentira que alguien poderoso deseara desprenderse de las cualidades que le hacen ser tal para transformarse, sin más, en un hombre. En
nada más que un hombre. El espíritu de nuestro tiempo quizá impida comprender la funesta hondura que encierra este título. Pero por otro lado, la forma perifrástica en pasado, “quiso ser”, nos remite a un tiempo personal en el que se resume, con fundamental profundidad,
la grandilocuencia y despotismo con la que lo ya ocurrido, lo pretérito, forma costra y nos observa jactancioso. Y es que si por algo se caracteriza esta obra de Argullol es por su magnífico uso del tiempo como mecanismo que convierte al ser humano, y en particular a Jesucristo—tomado ahora como personaje estrictamente histórico—, en una mole transida de memoria, en un cuerpo repleto de recuerdos, casi en un máquina
cuya condena es la de recordar y —con suerte— ser recordada. En las páginas centrales de la obra, Argullol confiesa que
la intimidad que pronto dejé de tener con el cristianismo la continué teniendo con Cristo. El personaje me fascinaba, por más que fuera escurridizo para toda interpretación. Su mayor poder residía, creo, en ese oscuro amor que se enroscaba alrededor de tanto tormento. Esto era, al mismo tiempo, excesivamente inquietante.
El meditabundo Cristo en el desierto que imaginó Kramskoy
Se ha hablado de que en este libro Argullol pretende hacer pasar a Cristo por un personaje de tragedia clásica, como si de un nuevo Sísifo se tratara. Aunque a mi juicio cabe otra interpretación, más conveniente al tono de la obra. Llama la atención que desde el comienzo el autor aluda a la condición del protagonista como la propia de un “monstruo”, aunque hay que entender bien tal expresión. Con extremada delicadeza hermenéutica y fino olfato poético, Argullol detecta en el corazón de Cristo el conflicto de quien, asomado a la propia vida, observa con perplejidad su doble condición: la de un ser libre atado, a la vez, a las más severas leyes de la causalidad. Con esta obra, Argullol apunta, pues, no meramente a la condición trágica de Jesucristo (por lo demás, patente sin necesidad de estudio erudito alguno), sino a la propia conciencia de finitud, que se manifiesta en la figura de Cristo de manera paradigmática. Y es que, escribe el autor,
La Pasión de Cristo encierra un drama único. En ninguna otra historia legada por la mitología o la literatura un héroe sabe de antemano con tanta nitidez el dolor al que va a ser sometido y al que voluntariamente se somete. Cristo ha escrito en su espíritu todos los capítulos que le llevan a la muerte antes de vivirlos en su propio cuerpo. Esta monstruosa belleza es inexplicable.
He aquí lo monstruoso, el componente inexplicablemente atractivo que contiene la figura de Jesucristo (y no tan sólo trágico, entendido el calificativo en el sentido más puramente clásico). Cristo es un hombre que, quiera o no, incluso transido por el espíritu de la divinidad (es más, siendo él mismo Dios), no logra sustraerse de las más rígidas leyes de la vida más insultantemente biológica (bios). Y más aún: en su existencia queda reflejado, con singular hondura, el drama de lo nunca (conscientemente) acontecido, pero siempre presente y pensado, la muerte.
Eso es lo que lo vuelve admirable —escribe Argullol—. Ni los sacedortes ni los teólogos han estado en condiciones de comprender esta suerte de mística invertida por la que un dios se precipita dolorasa y jovialmente hacia lo humano. Por eso cuando dejo de lado las doctrinas cegadoras para intentar vislumbrar qué luz no se había extinguido para mí en la historia de Cristo recurro a los artistas. Los artistas han captado la carne del sacrificio de un modo que las palabras, por mucho que se transmitieran con exactitud, no podían hacerlo.
El escultor murciano Salzillo representa de este modo la traición de Judas, presa de una mirada difícil de describir
Ni siquiera eltiempo atemporalde la vida espiritual (zoé) —al que el evangelista Juan alude en diversos pasajes de su testimonio (véase, por ejemplo, Jn 3: 15-16, donde se menciona la “vida eterna”)— sirve a Cristo para consolarse en el momento quizá más culminante, en términos anímicos, de su breve vida: la desamparada meditación en el huerto de Getsemaní, donde en absoluto encontramos a un Dios hecho hombre, sino a un ser doblegado por el grosero y rústico mundo tangible, en el que —al decir de Hannah Arendt— intercambiamos palabras y llevamos a cabo acciones: en ese momento de máxima y elocuente menesterosidad, de pobreza y desvalimiento ante lo más tosco, es donde Cristo da de bruces con su propio destino. Allí, al amparo de la traición del amigo, es donde Jesús cobra verdadera consciencia de la inexorabilidad de su decurso vital, y finalmente acepta la tarea que se le ha encomendado —y he aquí, a mi juicio, la enseñanza magistral del libro de Argullol— porque asume como suyo el sino de todo hombre, impregnado de una fatalidad que supone a la vez grandeza. A fin de cuentas, la Providencia dicta sentencia también para los dioses. Y eso, a pesar de la libertad.
Este hombre sufrió horriblemente por voluntad propia. Podía haberlo evitado. No tenía nunguna necesidad, por mucho que digan los cristianos. Uno dios nunca ha necesitado morir para redimir a los hombres. O tal vez su necesidad era de índole diferente, una prueba para sí mismo, una prueba para nuestra capacidad de imaginación.
Este pequeño volumen, a la altura de la prosa del mejor Argullol, encierra tres partes bien diferenciadas, en las que encontramos al Argullol narrador (“Relato”), al Argullol más personal (en toda una “Confesión” así titulada), y al Argullol, en fin, admirador y estudioso de la historia del arte (el libro incluye un total de 23 láminas a todo color con distintos momentos de la vida de Cristo, representados por Miguel Ángel, Velázquez, Rafael, Bellini o Carracci, entre otros). Se trata de un texto que no dejará indiferente a ningún lector: con singular cercanía, Argullol nos acerca al auténtico drama de Cristo (“Estás atrapado por ti mismo”), que narra sin grandilocuencias expresivas en un tono que sin embargo denota por igual respeto, asombro y cautela, sin dudar nunca en trazar conclusiones propias: “El tiempo de un dios no vale nada, por demasiado extenso; pero el tiempo de un hombre lo vale todo, porque casi no existe”.